Si consideramos los objetivos de las intervenciones de salud en su dimensión más general podríamos resumirlos en prolongar la vida, mejorar la calidad de vida o lograr ambas cosas a la vez. En algunos casos la duración de la sobrevida y la calidad de la misma entran en conflicto, lo que requiere decidir qué combinación entre ellas resulta óptima.
El concepto de calidad de vida abarca numerosos aspectos diferentes, cuya integración en una evaluación global es privativa de cada individuo. Aquí se incluyen, entre otras dimensiones, la presencia de síntomas físicos y psicológicos, las limitaciones funcionales, la carga que implican los propios cuidados de la salud y la medida en qué los problemas de salud interfieren con el proyecto vital de la persona.
Una buena parte de la atención médica, en particular la dirigida a la salud cardiovascular, está destinada a prevenir eventos futuros que, si llegaran a ocurrir, podrían reducir la calidad de vida o acortar su duración. Estas intervenciones no producen un beneficio neto en el presente, por lo que su aplicación implica una apuesta a que los problemas de salud a evitar justifiquen el gasto y los eventuales efectos adversos de las intervenciones actuales.
El uso de medicamentos destinados a aliviar los síntomas queda justificado por sí mismo, en la medida en que resulten eficaces para hacerlo. En contraste con el tratamiento sintomático, la medicación preventiva necesita reconsiderarse cuando se modifica el estado actual de la persona. La multimorbilidad, la fragilidad, el deterioro cognitivo y la expectativa de vida acotada del paciente pueden hacer que aceptar la mencionada “apuesta preventiva” ya no sea la opción preferida, y el medicamento pueda ser interrumpido.
También se evaluará la retirada de un fármaco que ocasione efectos adversos significativos, o que interfiera con el control apropiado de otras enfermedades, o que interactúe con los demás medicamentos indicados, o que fue indicado para un síntoma o problema ya resuelto.