Elecciones morales para el médico de hoy

Una profunda reflexión sobre el compromiso del profesional con los problemas de la sociedad, escrita en los Estados Unidos pero aplicable en todas partes. Una lectura breve y necesaria. JAMA, diciembre de 2017

Una profunda reflexión sobre el compromiso del profesional con los problemas de la sociedad, escrita en los Estados Unidos pero aplicable en todas partes. Una lectura breve y necesaria.

JAMA, diciembre de 2017

 

La generación actual de médicos es la que más elecciones morales difíciles enfrenta en quizás un siglo. Esas elecciones afectan tres niveles: el personal, el organizacional y el social.

Me viene a la mente el poema de Carl Sandburg, que describe la niebla llegando "con pequeños pies de gato". Algunas elecciones morales llegan con dramatismo, pero la mayoría no. La mayoría vienen sin anunciarse, silenciosas al llegar -en pequeños pies de gato- y desaparecen casi antes de que nos demos cuenta.

Hace cuarenta y cinco años yo era un estudiante de medicina tratando de ingresar a la residencia. Estaba de guardia la noche antes de mi entrevista en el Hospital Peter Bent Brigham.

"Mañana me entrevistaré en el Brigham y estoy nervioso", le dije a mi residente.

"Deberías estarlo", dijo. "Son brutales. Todavía recuerdo la pregunta inicial: fue imposible."

"Cuéntame más", dije.

"Bueno, me plantearon una historia de los primeros tiempos de la hemodiálisis, en la que el Brigham fue pionero: un paciente en diálisis se puso confuso y luego delirante. Llamaron al médico residente para que fuera a verlo. El residente examinó al hombre, notó nistagmo, inmediatamente hizo el diagnóstico correcto, comenzó el tratamiento correcto y, posiblemente, le salvó la vida al hombre. Me preguntaron, '¿Cuál fue ese diagnóstico?' "

"No tengo idea", dije.

"Yo tampoco la tenía", dijo el residente. "Más tarde alguien me dio la respuesta correcta. El hombre tenía encefalopatía de Wernicke, una deficiencia aguda de tiamina. La diálisis eliminaba las vitaminas hidrosolubles de su cuerpo, y nadie, hasta ese momento, se había dado cuenta de que la diálisis podía causar una deficiencia vitamínica aguda. El residente le dio tiamina y lo rescató".

"Estoy en el horno", dije.

La entrevista en el Brigham al día siguiente fue una maratón de paneles de tres personas, cada uno de los cuales acribilló a los candidatos con preguntas durante 5 o 10 minutos. Cuando entré en la habitación supe instantáneamente que aquel era “el” panel: el jefe de medicina, el jefe del programa de residencia y otro médico mundialmente famoso. Hicieron una pausa y me fulminaron con la mirada. Tragué saliva, y luego el jefe comenzó.

"Señor Berwick, hace algunos años, durante los primeros días de la diálisis, un paciente de repente se desorientó y se mareó. Llamaron a un residente, notó nistagmo e hizo el diagnóstico correcto ... "

Hasta hoy, recuerdo la oleada de sentimientos. El impulso de estallar en carcajadas. Empecé a sudar. Llegó sin anunciarse, con pequeños pies de gato. La prueba no sería de mis conocimientos o de mi potencial como médico; sería una prueba de mi carácter.

No estoy orgulloso de esta historia. Fallé en esa prueba. Con sangre fría, fruncí el ceño y fingí que estaba razonando la respuesta correcta, a pesar de que, sin preaviso, no podría haberlo hecho más de lo que podía hacer una rutina de gimnasia olímpica.

Pude verlo en sus ojos: ellos me querían. Las preguntas se detuvieron y pasaron el resto de la entrevista diciéndome cuán bueno era el Brigham para formar residentes.

Un día o dos después, no pude resistirme a contarle a un amigo cercano y mentor esta historia divertida. Su reacción me despertó: él no rió sino que me dijo: "Estoy un poco decepcionado de ti, Don". Me di cuenta que yo también lo estaba. Abandoné mi postulacion al Brigham, pero eso nunca, hasta el día de hoy, me pareció una absolución. Llegó una elección, con sus pequeñas pisadas de gato, pero no la reconocí en ese momento.

Esta es la elección moral en su forma más simple, más pura y más elemental. Decir la verdad, o no, cuando "no" es quizás en el propio interés a corto plazo. Digo "quizás" porque cuando recuerdo ese momento de elección, lo que he hecho mil veces, no puedo evitar preguntarme cuál hubiera sido la consecuencia de la honestidad. "Señores", le habría dicho al panel, "esta es una coincidencia increíble, pero anoche le pregunté a mi residente sobre su entrevista aquí, y él me contó la misma historia y la respuesta correcta, que les aseguro que nunca hubiera obtenido por mí mismo." Me pregunto qué habría pasado entonces; nunca lo sabré.

Una segunda forma de elección llega igualmente silenciosa y tiene que ver con la propia imagen de uno como médico. Es la elección entre ser un héroe y ser un ciudadano. El guardapolvo blanco, el estetoscopio y el derecho a recetar pueden tentar a algunos médicos a ponerse en el  modo héroe. Los médicos tenemos el poder de mirar y actuar como si supiéramos qué estamos haciendo, incluso cuando no lo sabemos. Tenemos el poder de defender prerrogativas que se les niegan a otros: "mi horario", "mi turno de quirófano", "mi excelencia". Pero el cuidado de la salud es un ejercicio de interdependencia, no de heroísmo personal. Los médicos simplemente no pueden hacer el trabajo correcto solos. Esto produce un choque entre la imagen consagrada y romántica del gran médico y la mayor necesidad de trabajo en equipo, generosidad y deferencia. Esa mayor necesidad exige que la pregunta "¿De qué formo parte?" deba reemplazar a las prerrogativas. Propone preguntarse todo el tiempo: ¿quién depende de mí? ¿y cómo estoy respondiendo ante sus ojos?

En el pasado, una exploración de las opciones morales podría haberse detenido en estos dos niveles: honestidad personal y una adecuada ciudadanía organizacional. Pero los tiempos han cambiado y lo que hoy está en juego es más importante. Como médico recién recibido, tenía una creencia incuestionable en que las organizaciones en las que trabajé eran, en esencia, éticas; que las instituciones de cuidado de la salud habitualmente, si no siempre, ponían los intereses de aquellos a los que sirven por delante que los propios. Esto puede o no haber sido cierto en ese entonces, pero ya no es cierto en la actualidad. Al menos, la ética no puede darse por sentada, cuando los intereses que se deben atender son los de la sociedad como un todo.

Los síntomas de la codicia organizacional son desenfrenados y el daño es grave. Por ejemplo, las drogas de las que dependen los pacientes están experimentando aumentos de precios que no pueden resistir el escrutinio del interés público o la brújula moral. Los nuevos productos biológicos de valor innegable fijan su precio en niveles extorsivos, que mantienen a los pacientes como rehenes. Las preparaciones antiguas e invaluables, como la insulina, la epinefrina, la 17-hidroxiprogesterona, la colchicina y otras, están siendo capturadas o patentadas aprovechando vacíos legales para luego aumentar su precio 10, 30 o 100 veces por encima de los niveles previos habituales.

Los hospitales juegan hoy el juego que facilita un sistema de pagos opaco y fragmentado, y aprovechan la concentración de cuotas de mercado a niveles casi monopólicos que les permiten elevar los costos y precios casi a voluntad, confiscando recursos de otras áreas muy necesitadas, tanto dentro de la salud (como la prevención) como fuera de ella (como escuelas, viviendas y trabajos). Y esta injusticia -este centrarse en el interés propio- esta defensa de los intereses locales a expensas de las comunidades vulnerables y de las poblaciones desfavorecidas va mucho más allá de la asistencia médica misma. Lo mismo ocurre con el deber ético del médico.

Dos ejemplos ayudan a aclarar el punto. En mi opinión, la mayor perversión en la política social actual de EE. UU. no es la falta de financiación adecuada para la asistencia sanitaria o los juegos de fijación de precios de las empresas de asistencia sanitaria. Es el sistema de justicia criminal de la nación, que primero encarcela y luego acaba con el espíritu y la esperanza de una proporción mucho mayor de nuestra población que en cualquier otra nación desarrollada en la Tierra. Si apropiarse de los años de vida y del autorrespeto de millones de jóvenes (sin olvidar que los individuos negros son encarcelados con una tasa cinco veces mayor a la de los blancos), si quitarles su capacidad de elegir, su libertad y sus esperanzas de crecimiento no es un problema de salud, entonces ¿qué es?

En segundo lugar, el daño causado a nuestro planeta por no prestar atención y negar los hechos comprobados por la ciencia también es grave. Si envenenar el aire, secar los ríos y ahogar las ciudades -las nuestras y las de los más pobres de la tierra y crear un tsunami de personas desplazadas, el mayor que el mundo nunca conoció- no es un problema de salud, entonces ¿qué es?

Los médicos no podemos negar que dejar sin atender a los refugiados que golpean nuestras puertas, a los niños sin alimentar, a las familias sin hogar, o sin atención médica básica, o recurrir al conflicto en lugar de la compasión, son todos ellos problemas de salud. También lo son la guerra, la ignorancia y la desesperanza. El trabajo de un médico como sanador no puede detenerse en la puerta del consultorio, el umbral de la sala de operaciones o la puerta del hospital. El rescate de una sociedad y la restauración de un ethos político que no se olvide de sanar también se han convertido en trabajos del médico. El silencio profesional frente a la injusticia social es incorrecto.

Es escalofriante ver que las grandes instituciones de la atención médica, los hospitales, los grupos de médicos y los organismos científicos asumen que es posible ocupar el asiento del espectador. Ese asiento ya no está disponible. Tratar de evitar la refriega política a través del silencio es imposible, porque el silencio ahora también es político. O participar, o colaborar con el daño: no hay una tercera opción.

 

El artículo original:

Donald M. Berwick. Moral Choices for Today’s Physician. JAMA. 2017;318(21):2081–2082. doi:10.1001/jama.2017.16254

Disponible en: http://bit.ly/2BsQrls

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